sábado, 4 de enero de 2014

CELERY

Hoy me he levantado con mal sabor de boca, se decía Rebeca. Llevo varios días con flemas y una sensación de ahogo que empieza a preocuparme. ¿Me estaré poniendo enferma?. Rebeca anunciaba sus pensamientos negativos al aire cada mañana antes de ponerse a trabajar. Era una costumbre que no había adquirido de nadie, lo hacia, simplemente, para encontrarse mejor. Se puso a cocinar para adelantar tareas. La preparación de las comidas le divertía, en parte, pero los quehaceres de la casa no le agradaban nada y le recordaba lo intrascendente de la vida y, la falta de interés en lo cotidiano, casi la identificaba.
El aroma del apio que acababa de echar en la sopa le recordó su pasado en Londres. Conoció allí su ácido y amargo sabor. Una palabra que aprendió directamente del inglés y no sabía, ni le importaba en aquel momento, su traducción, ni perdió la sensación y la asociación del concepto como ya había presagiado, en su tiempo, Aristóteles.

Terminó su sopa de verduras y escogiendo cuidadosamente el caldo, con una garcilla de metal, lo dispuso en un tazón de porcelana para saborear el gustoso brebaje y sentarse en su sofá para romper la tensión superficial en su garganta. La sensación de asfixia con la que se había levantado desapareció casi sin darse cuenta.

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