Hoy
me he levantado con mal sabor de boca, se decía Rebeca. Llevo varios días con
flemas y una sensación de ahogo que empieza a preocuparme. ¿Me estaré poniendo
enferma?. Rebeca anunciaba sus pensamientos negativos al aire cada mañana antes
de ponerse a trabajar. Era una costumbre que no había adquirido de nadie, lo
hacia, simplemente, para encontrarse mejor. Se puso a cocinar para adelantar
tareas. La preparación de las comidas le divertía, en parte, pero los
quehaceres de la casa no le agradaban nada y le recordaba lo intrascendente de
la vida y, la falta de interés en lo cotidiano, casi la identificaba.
El aroma
del apio que acababa de echar en la sopa le recordó su pasado en Londres.
Conoció allí su ácido y amargo sabor. Una palabra que aprendió directamente del
inglés y no sabía, ni le importaba en aquel momento, su traducción, ni perdió
la sensación y la asociación del concepto como ya había presagiado, en su
tiempo, Aristóteles.
Terminó
su sopa de verduras y escogiendo cuidadosamente el caldo, con una garcilla de metal, lo dispuso
en un tazón de porcelana para saborear el gustoso brebaje y sentarse en su
sofá para romper la tensión superficial en su garganta. La sensación
de asfixia con la que se había levantado desapareció casi sin darse cuenta.
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