Rebeca estaba sentada esperando en la consulta del
dentista. Sabía perfectamente que tendría una hora para descansar. Había estado
toda la mañana en el ordenador y su cuello estaba cargado. Comenzó a estirarse
sin ningún reparo. Solo tenia enfrente una mujer de mediana edad leyendo una
revista del corazón y, un padre con su hijo, ambos enfrascados en sus móviles.
Ladeo la cabeza para un lado y para el otro y, de repente, se fijo que alguien
la estaba mirando desde la ventana. No estaba segura de conocer aquel rostro
pero pensó que él sí la conocía. Colocó su cuello en la vertical y se afanó en
la ventana. La persona ya se había ido, pero podía recordar su imagen: moreno,
pelo rizado, con gafas y labios gruesos. Recordó todas las caras conocidas pero
no daba con la persona. Aferrada a la ventana como un halcón observando a su
presa, no se dio cuenta de que la habían llamado. Rápidamente salió de su
estado y contestó: “sí, sí, aquí”. “Pase, por favor”, le dice la enfermera, “el
doctor le espera”. Cuando entra en la habitación reconoció inmediatamente el
rostro en la cara del doctor y pensó atónita: No había ventanas en la consulta,
eran grandes cristaleras opacas.
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