Domingo en la mañana, salsa de tomate casera y cocido al estilo madrileño.
Corto la cebolla, lloro. Pongo un poco de pimiento verde ( italiano), orégano y
un poco de pimienta (negra) para dar gusto a los comensales. Sacó un puerro de la nevera y lo dispongo en la tabla de madera. Le quitó
la capa externa y ya, desnudo e indefenso, lo secciono con el filo de un desgastado
cuchillo. Lavo sus partes con mimo, las pongo en la olla y las cocino.
Mientras, el castizo brebaje comienza a soltar la espuma de las entrañas del
morcillo, músculo que soporte el cuerpo del desgraciado animal
nacido para alimentar. De nuevo, mi mirada se posa en la sartén donde los
tomates poco a poco se van convirtiendo en salsa y sus moléculas se difunden por
la estancia.
Me retiro y observo. Pienso. Después, tengo otra cosa que
hacer. Tendré tiempo para hacerla, no dejo de pensar. Las palabras de la noche
acuden sin llamada. Camino hacia el salón, intentó dejar que se vayan. La aplicación del whatsapp vuelve a sonar. Es el tercer mensaje de la mañana. Dos grupos
simultáneos me cuentan, me informan. No dejo de recibir estímulos. Vuelvo a dar
vuelta a la salsa de tomate, ésta vez hirviendo. Bajo la intensidad de la placa
y me quedo ensimismada con el rojo de la salsa. Ya no entran palabras, solo la
fragancia del tomate frito.
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