Siempre tenía el mismo pensamiento, la misma intuición al rebasar la esquina de la rambla con la calle 25 de Julio. Debe estar el semáforo en verde, me está esperando… En realidad era su finísimo oído que a pesar de su avanzada edad seguía siendo bueno y lo que en realidad le pasaba era que casi siempre y por extrañas circunstancias del azar su tránsito matutino se acoplaba con el automatismo del semáforo. La curiosa quietud que respiraba al amparo del muro de la casa le presagiaba su vía libre y directa hacia su lugar preferido en la ciudad: El Parque García Sanabria. Eran las 8.50 de una mañana calurosa, sofocante, y la típica brisa del trópico agitaba las hojas de las palmeras que anuncian ya su entrada.
Siempre alerta, receptiva a las sorpresas del camino, le empezaron a llover proyectiles de amarillas azaleas que salían casi en tiro vertical desde la copa, dirigidas sin dilación por un robusto pedúnculo que marcaba el compás de salida festejando el suelo y agasajando a todo el que por allí pasase. De nuevo se sintió especial por tal coincidencia. Las personas no parecían reparar en ello. Qué extraño, se dijo a sí misma, seguro que nuestros antepasados que disponían de tiempo para disfrutar del tiempo, aprendieron de la naturaleza y la imitaron. Cogió emocionada una flor del suelo y siguió caminando abrazada a ella.
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