Me despierto temprano, impaciente por comprobar
qué hay de especial en el día de Navidad. No ha nevado, luce un sol radiante de
verano y mis padres están desayunando lo de todos los días. Si acaso un mantel
de tela de cuadros, en vez de los maltratados manteles individuales de diario,
para agilizar la puesta y recogida de la mesa durante la semana. En el
fregadero, las copas de mis padres, gorditas y esbeltas, con un finísimo pie,
estaban esperando para ser lavadas por las manos más diestras y regresar a su
caja de cartón a la espera de las siguientes fiestas.
Mis hermanos se levantan más tarde. El mayor va
a la ducha, mi hermana pequeña se sienta directamente a la mesa para tomar
posesión de la mantequilla y engullir sendas tostadas de mermelada de guayaba,
que hizo mi madre, con un buen tazón de leche repleto de crema de cacao, sin
disolver, para deleitarse e impregnarse de los polvos con sabor a chocolate. La
radio de fondo emite el cuento de Navidad de Dickens y mi madre se empeña, en
vano, en oírlo. La música de los 40 principales ya empezaba a dominar en el
salón.
Seguía
buscando alguna explicación a la Navidad. Mi madre empezó a asar dos patitas de
cordero y nosotras, mi hermana y yo, teníamos que recoger nuestra habitación.
Yo disfrutaba descalza y en pijama y no entendía muy bien porque había que
vestirse de gala para la comida de Navidad. Para mí era un día cualquiera y
pensé: “¿por qué se empeñan las personas en cambiar las cosas de su sitio?”. Todo
parece estar en su sitio, aunque mi habitación era un caos, según mi madre.
Para mi todo estaba bien y donde tenía que estar y la Navidad no tenia ningún
sentido. “¿Por qué había que buscarlo?”. Me preguntaba, una y otra vez.
Comimos como otro día. Mi madre cocinaba muy
bien. La lombarda morada, siempre en Navidad, representaba en mi casa como un
icono de la liberación de la mujer. Mi padre había estado fregando los baños de
la casa y limpiado el polvo. Su padre habría puesto el grito en el cielo. Mi
generación era diferente, no nos importaba quien lo hiciera y no había porque
buscar sentido sino disfrutar del momento y, a mi, la Navidad no me gustaba
especialmente.
Salí a dar un paseo con mi mejor amiga, la
Navidad estaba terminando y no lograba dar con el sentido. Las luces y adornos
de la calle me recordaban las vacaciones de Navidad. Ese era el significado:
para mi, simplemente vacaciones.
La calle estaba más sosegada, las familias
tenían que estar juntas y, nosotras de calle en calle, de plaza en plaza íbamos
despertando nuestros deseos de pasárnoslo bien y, por supuesto, estar juntas.
Quizá los regalos de papa Noel de la noche anterior eran otro de los símbolos
de la Navidad.
Cuando me fui a la cama y mandé el último
whatsapp a mi amigo, me di cuenta de que la magia de los días la pones tú, como
cuando subes una foto o compartes un evento. Cuando la tradición te envuelve,
la Navidad cobra sentido. Es como cuando buscas algo y no lo encuentras y está
en tu habitación. Me levanto de la cama y coloco los zapatos en el armario.
Pensé: “Quizá mañana cuando me despierte conozca el sentido de la Navidad.